sábado, 26 de diciembre de 2009

Juárez: indio, liberal y masón

Por Alfonso Sánchez Arteche

En nuestra tradición historiográfica, la figura de Benito Juárez concentra virtudes muy diversas. Es el "indio de raza pura", el paladín por excelencia de los principios que propugnaban los liberales "puros" y el símbolo más depurado de la masonería mexicana. Tal mezcla de ingredientes despierta suspicacias, al menos por dos razones: la primera salta a la vista, pues la cualidad de "pureza" sólo es aplicable a lo que está hecho de un solo elemento sin mezcla de ningún otro. La segunda señala una aparente contradicción en el sistema de valores de la elite liberal que tomó el poder en México en el siglo XIX, y que se representaba a sí misma como laica, autónoma de todo imperativo moral de carácter religioso. ¿Por qué esa insistencia en remarcar las purezas, racial, política y filosófica de quien simboliza la separación entre Estado e Iglesia?

Pero no hay que apresurar un juicio sobre la posible incongruencia entre estos diversos rasgos de un carácter inmaculado desde el punto de vista civil. Bien pueden ser entendidas como compatibles en el marco de un proceso de transformación que habría hecho, de un individuo nacido en el seno de una comunidad indígena tradicional, el máximo representante de los ideales de modernidad de un Estado nacional que pretendía igualarse con aquellos cuyo grado de civilización envidiaba.

Por su origen étnico, Juárez pertenecía a un mundo de relaciones que privilegiaba la apropiación comunal de los recursos naturales, el primado de la voluntad colectiva sobre la personal y la continuidad de prácticas mágico-religiosas para preservar la supervivencia del grupo en lo sagrado y en lo profano. En cambio, la sociedad que comenzaba a surgir desde finales del siglo xviii exigía el predominio de la propiedad privada, la vigencia de un orden constitucional uniforme que garantizara los derechos individuales, así como el desarrollo de las fuerzas productivas mediante la incorporación de los avances científicos y técnicos que evidenciaban el avance casi providencial del progreso.

El pueblo de indios, agudamente caracterizado por Dorothy Tanck de Estrada a partir de sus componentes institucionales (la "república de indios" en el aspecto político, la "comunidad" en el económico), fue una estructura de poder que tuvo cabida en el sistema jurídico, político y administrativo prohijado por la monarquía española para mantener el equilibrio en sus dominios americanos, porque se ajustaba al patrón corporativo de prelaturas y órdenes religiosas, cofradías y gremios articulados en torno de la Iglesia católica. Era un orden teológico en que la razón obedecía a la fe.

Pero este edificio comenzó a tambalearse con las reformas borbónicas, impulsadas por el pensamiento ilustrado, el cual pretendía someter los preceptos de la fe al dictado supremo de la razón. Fue entonces cuando ciertos "espíritus selectos" dieron en preguntarse si la pertenencia a una raza o mezcla racial determinaba la capacidad cognitiva y ética de sus componentes. La "pintura de castas" parece ilustrar tal supuesto, al igual que el reforzamiento de una valoración despectiva del indio como "no racional", ya que —según esta visión modernizadora— persistía en su "ignorancia" por el fanatismo religioso, tolerado cuando no cultivado por el clero, al que la población autóctona habría obedecido durante siglos. Argumento que —además de negar las raíces propias de la cultura indígena— era conveniente para los reformistas en sus intentos por desplazar a la Iglesia católica de la posición central que aún ocupaba en la sociedad.

Los liberales mexicanos, herederos en muchos sentidos de los reformistas borbónicos (entre los que destaca el obispo Abad y Queipo) fueron lo suficientemente juiciosos para no incurrir en el exceso de suponer que la condición intelectual y moral del indio pudiera estar determinada de manera inflexible por su extracción racial. Lo suponían, sí, ignorante pero sólo mientras estuviera sujeto a la autoridad comunal del pueblo de indios. Separarlo de este factor vinculatorio para individualizarlo, y hacerlo a través de la educación, se convirtió en un propósito expreso no sólo de los liberales doctrinarios representados en grado eminente por José María Luis Mora, sino también por algunos políticos e intelectuales conservadores encabezados por Lucas Alamán.

Juárez fue producto de este proceso de aculturación. El mérito de haber contribuido a formar en él una nueva conciencia, de carácter individualista, se atribuye exclusivamente a los liberales, pero el liberalismo resulta de muy difícil definición como concepto histórico, según han hecho notar Laski, Hale, Matteucci y Bobbio, entre otros autores, porque este sustantivo engloba la acción de movimientos, partidos y comportamientos políticos de diferente signo (aún en México es ardua la distinción entre "conservadores", "moderados" y "puros"), que en distintos lugares y tiempos concurrieron a la destrucción de las antiguas estructuras corporativas de poder. El principal "dato duro" es que de esta empresa demoledora surgió un nuevo tipo de Estado, el Estado liberal y democrático, del cual resulta muy intrincado separar ambos componentes. La idea que hoy tenemos del liberalismo es, en gran medida, la argumentación que los "intelectuales orgánicos" —si se acepta la categoría gramsciana— de este tipo de Estado han urdido para fundar su propia legitimidad histórica.

En México, la historiografía liberal suele destacar los hechos políticos y militares en que tomaron parte héroes o villanos de las Guerras de independencia, reforma e intervención, soslayando el trabajo de edificación social, cultural, moral y cívica que debió sentar las bases institucionales de un Estado secular, el cual por cierto comenzaba a perfilarse desde la última etapa del poder novohispano. ¿Era la simple conjunción de fuerzas políticas "progresistas", englobadas en el concepto de liberalismo, una energía polivalente capaz de cimentar un nuevo orden institucional al mismo tiempo que demolía las estructuras del anterior? Aquí conviene detenerse a examinar el papel histórico que pudo haber jugado en semejante labor formativa la masonería, esa extraña empresa de fraternidad universal que asocia los ritos, atuendos y símbolos característicos de una orden de caballería con los impulsos reformistas, presentes desde la Ilustración, para fundar una nueva sociedad, desatada de dogmas y prejuicios religiosos, que llevaría a legislar en pro de una serie de libertades, las de conciencia, culto y opinión desde luego, pero sobre todo las de propiedad y comercio.

¿Qué es la francmasonería o masonería? Según sus adeptos, un sistema de perfeccionamiento moral mediante la unión fraternal de quienes se someten a un proceso de iniciación en profundos misterios; para sus enemigos, una temible secta de conspiradores que en diversos momentos se han conjurado para la toma del poder, atacando preferentemente los principios de la religión católica. Para la mayoría de los profanos representa, sin embargo, sólo "una ridícula y despreciable reunión de locos mansos que se entretienen y pasan el tiempo en hacer gestos extraños, movimientos irregulares y contorsiones extravagantes de que se burlan los genios festivos y ven con un desprecio desdeñoso los hombres de juicio". Tal opinión lapidaria fue producida en 1830 nada menos que por alguien reputado como prócer de la masonería mexicana, el ya citado doctor Mora, quien no obstante reconocía también que las "asociaciones puramente científicas y de beneficencia, lejos de causar perjuicio, son sumamente útiles a las ciencias, a la ilustración pública y a la humanidad doliente y afligida".

Pero la masonería, esa orden ampliamente difundida en todo el mundo, que existe oficialmente desde hace cerca de tres siglos, no puede ser reducida a una simple caricatura de gestos rituales. Ha estado presente desde las etapas formativas de muchas naciones modernas, entre ellas México, por lo que comprender sus propósitos, estrategias y modos de operación es esencial si se quiere descifrar, por ejemplo, el sentido histórico que pudo haber tenido la condición masónica de Juárez.

Los orígenes de la masonería especulativa se sitúan entre los siglos xvii y xviii en el mundo anglosajón, cuna también del empirismo, el utilitarismo, la economía política y la revolución industrial, que se desarrollaban en la misma época más o menos, por lo que se impone como pertinente preguntar no sólo qué eran aquellas logias "simbólicas", sino para qué pudieron haber servido en esa porción del planeta dominada por fines de utilidad práctica. Se dice que en Escocia ciertos gremios de canteros o freemasons, que tallaban artísticamente las piedras de las iglesias góticas, comenzaron a admitir entre sus miembros a aristócratas y burgueses, quienes se avenían a seguir las rígidas reglas y prestaban el juramento de la agrupación. Refiere el autor masónico Lennhoff que en 1697, en la logia de Aberdeen, de cincuenta y nueve miembros sólo catorce eran operarios y el resto se componía de nobles, eclesiásticos, comerciantes, médicos, profesores, etcétera; otro tanto ocurría en la logia también escocesa de Haughfoot.

Tal composición permite suponer que las primeras logias simbólicas, formalizadas en 1717, propiciaron la fraternidad entre gente de diversos estamentos, clases, oficios y profesiones. Si se tratara de vincular los bienes raíces de la exhausta nobleza terrateniente, el capital financiero y mercantil de la pujante burguesía y el trabajo organizado de los gremios artesanales, éste sería un ámbito privilegiado de negociación. También parece haber servido para superar las diferencias políticas y religiosas que dividían a los británicos desde el siglo xvi. En fecha reciente, el científico y masón Robert Lomas se ha propuesto demostrar que en la fundación de la Royal Society de Londres puede rastrearse el plan masónico de un novelesco personaje, Robert Moray, quien habría convencido al rey inglés Carlos ii sobre la utilidad de unir a importantes científicos, en ese momento enfrentados por motivos políticos y religiosos, para aprovechar sus experimentos e invenciones en la guerra mercantil contra Holanda.

Unir lo diverso y aun lo opuesto para procurar el mutuo beneficio parece haber sido la divisa de la masonería en sus principios, cuando se propagó por gran parte de Europa y las colonias inglesas de América. Si fue un "colegio invisible" encargado de propagar el código moral de la nueva sociedad, autorrepresentada como moderna y progresista, hoy parece incomprensible la invocación de orígenes templarios y aun mucho más remotos. Pero la obtención de grados con títulos ostentosos, así como asumir el legado de un antiguo gremio de constructores, con sus rituales y misterios, debió ser muy atractivo para el orgullo de la burguesía en ascenso. Además, prestar juramento en el nombre del Supremo Arquitecto del Universo comprometía al iniciado a cumplir sus promesas, lo que sentaría las bases de un sistema internacional de crédito.

La peculiar trayectoria de esta orden en México probablemente obedezca a que se difundió como medio de penetración de intereses externos, fuesen borbonistas o napoleónicos, británicos o norteamericanos. La perversión que, en tiempos del presidente Guadalupe Victoria, hizo de las logias escocesas y yorquinas casi agencias consulares que, amparadas en el secreto, se confabulaban para intervenir abiertamente en política nacional, contribuyó al descrédito de la masonería cosmopolita. Por ello, en 1825, nueve "hermanos" desencantados de ambas cofradías fundaron el Rito Nacional Mexicano, que actuó sin reconocimiento internacional durante más de tres décadas y cuyos miembros, liberales "puros" en su mayoría, apoyaron el federalismo y las reformas liberales, tanto en los tiempos de Gómez Farías como en el constituyente de 1857. Sólo durante la Guerra de tres años, algunos colaboradores de Juárez favorecieron la formación de otras logias con patente de alguna gran potencia extranjera, tal vez para contrarrestar las negociaciones de los clericales monarquistas en Europa. La masonería ha demostrado ser, a través del tiempo, un eficaz instrumento de la diplomacia y el comercio exterior.

Por otra parte, la participación de las logias en el desarrollo de los sucesos políticos y militares de la Reforma y la Intervención no parece haber sido tan decisiva como algunos autores, masónicos o antimasónicos, han querido suponer. Quizás haya que rastrear las influencias de la masonería más bien en aspectos sociales y culturales: la formación de la juventud por colegios e institutos de ciencias y artes, muchos de ellos con internado; la transformación de establecimientos de caridad en órganos de beneficencia pública; el cambio de sanatorios a cargo de religiosas por hospitales atendidos bajo principios científicos; la conversión de asilos en escuelas de artes y oficios; la proliferación de mutualidades para suplir a los antiguos gremios y cofradías; el triunfo, en fin, del concepto de filantropía laica sobre el de caridad religiosa.

Es en estas obras, que adquieren su fortaleza institucional desde el régimen juarista, donde se pone a prueba la pureza de Benito Juárez como símbolo del indio —es decir heredero de la legitimidad americana— sublimado a la categoría universal de ciudadano por un ideario de fraternidad que lo impulsa a la cumbre del poder liberal. Una figura mítica, desde luego, pero consistente dentro del marco conceptual de la ideología en la cual se inscribe. A mediados del siglo xx, el gran maestro e historiador del Valle de México, Luis J. Zalce y Rodríguez, sintetizaba esta visión racionalista ilustrada, cuando se refería "al gran masón Benito Juárez, excepcional edificador de una patria, no un teorizante idealista ni un ritualista ortodoxo, [quien] por sus actividades constructivas dio libertad a un pueblo que había vivido encadenado por el fanatismo ancestral, característico de las razas que se mezclaron en su formación, por la ignorancia […], y en esa edificación, casi superhumana, Juárez reveló cuál puede ser la resultante de la práctica de las virtudes fundamentales que son la síntesis de los mandamientos de nuestra Orden: amor fraternal, socorro y verdad".

En qué medida la textura moral de un personaje protagónico de nuestra historia pudo haber sido fraguada en alguna de estas "sociedades de ideas" —según las define Jean-Pierre Bastian—, es un asunto que merecería ser investigado con mayor profundidad. Un indicio significativo de que supo ser fiel a este cuerpo de doctrina filosófica y ética es que, según se advierte en testimonios de quienes lo atendieron en sus últimos momentos, Juárez no requirió la presencia de un confesor que lo habría hecho abjurar de sus principios. Nacer como indio, vivir como liberal y morir como masón serían, en resumen, las tres diversas purezas del hombre convertido en símbolo de una generación que se propuso transitar desde la Razón Universal en la Fe hacia la Fe en la Razón Universal.
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Nota fuente: La Jornada